QUIZÁ SEA EL OLVIDO UNO DE LOS SIGNOS DIFERENCIADORES DE NUESTRO TIEMPO.
DE MANERA CONSCIENTE O INCONSCIENTE. ABSORBIDOS POR LA CIRCUNSTANCIA Y DEJÁNDONOS
PERDER LA MEMORIA. OLVIDAMOS. EN EL COMIENZO ERA EL CAMINO Y QUIENES LO TRANSITABAN
ERAN HERMANOS GUIADOS POR LA FE EN SANTIAGO O EN LAS ESTRELLAS.
Yves Bottineau insiste en la comprensión del éxito prodigioso
del Camino de Santiago, explicándolo "en primer lugar, por la fe absoluta,
total de la Edad Media". "Jamás insistiremos bastante en ello", dice
y reitera.
La prodigiosa aventura de las peregrinaciones hubiera sido imposible sin esa
fe de la que participaban tanto los jacobipetas como quienes, con santa envidia,
les veían pasar frentes a sus modestos hogares y les daban cobijo. Los
transeúntes pobres, en casi todos los pueblos de España y hasta
fechas bien recientes, han contado con un habitáculo a ellos reservado.
El simple cobijo de las inclemencias del tiempo: la lluvia contra la que poco
podían ropa y calzado; el frío y el viento, se veían conjurados,
aunque solo fuera por una noche, y aquello era, cien por cien, un don de la
caridad cristiana. Cristo andaba por las viejas calzadas de romeraje y las más
emotivas leyendas acababan creando la duda, cuando no la certeza, de que la
persona que había descansado con ellos la noche anterior era el mismo
Cristo en figura de peregrino. Recuerdo de mis años jóvenes el
Canigó del poeta-peregrino Jacinto Verdaguer. La Maladeta. Los Montes
Malditos del Pirineo oriental: "Para su Dios la tierra guarda siempre una espina:
con hábito de pobre, como Él siempre camina, un día a la
cabaña llamaba de un pastor ;... " y le azuzan el perro. Solo un zagal,
tan pobre que ni cabaña tiene, le acoge. Los corderos, el mastín
ladrador y el pastor quedan transformados en roca. El zagal los ve a lo lejos.
Ya en este poema del Mestre en Gay Saber, aparece, entre resonancias bíblicas,
el contrapunto entre el desdén de los poderosos para quienes van de camino,
aunque fueran unos simples pastores, y los humildes.
El Rey Sabio había pintado con mano maestra la imagen del auténtico
romero medieval, su ascesis peregrinante: El peregrino es el que "por servir
a Dios e honrar los santos extrañanse de sus logares e de sus mugeres
e de sus casas, e de todo lo que han, e van por tierras ajenas, lazerando los
cuerpos e despendiendo los averes, buscando los santos, con entención
de servir a Dios, a ganar perdón de sus pecados e parayso".
"E despendiendo los averes". A muchos que no eran el zagal de Canigó,
lo único que les interesaba era precisamente el dinero de los peregrinos.
Contra lo que algunos podían suponer, impresionados por la figura un
tanto romántica del romero penitente, pobre y lacerado, lo cierto es
que los santiaguistas de todos los tiempos (al otro lado la amplia caterva de
los pícaros), iniciaban su larga caminata bien provistos de numerario
(los cambistas no eran los menos beneficiados por el fenómeno de las
peregrinaciones).
Había que ir y regresar, sin olvidar que la ofrenda propia y por encomiendas
de todo tipo, muy frecuentes ante el altar del Hijo del Trueno, era algo obligado:
Un punto de honor. Ni el más pobre de los peregrinos auténticos
dejaba de hacer todo lo posible por no presentarse en Compostela como las vírgenes
necias del Evangelio.
Quienes acechaban el paso de los jacobitas, conocían, pese a sus protestas,
que estos iban bien provistos de numerario. En obtenerlo, por las "buenas" o
por las "malas" se afanaron muchos: Desde una parte del clero, que acababa comportándose
como embaucadores, hasta bandoleros con o sin amo, pasando por multitud de oficios,
desde alcabaleros hasta mesoneros. Evitar que les desplumaran en la etapa siguiente,
más aún que al gallo de Santo Domingo de la Calzada, fue sin género
de dudas uno de los componentes más duros de la aventura santiaguista.
Antes y ahora, ir de camino con dinero encima, es un riesgo, y éste va
ínsito en toda aventura.
A la incertidumbre de la jornada siguiente nunca le faltaba el añadido
de los temores: la duda que mortifica, que mata un poco. Y en verdad que no
eran temores fantasmales, como lo prueba uno de los documentos más esclarecedores
que se conservan sobre el Camino de Santiago, y en el cual ya aparece el componente
internacional de esta peregrinación; nos referimos a la abolición
del peaje de Santa María de Auctares en el valle de Valcarce por el Rey
Alfonso VI, (17 noviembre, 1072), una de sus primeras disposiciones al regreso
de su destierro en Toledo, con la que intenta corregir los abusos con los viandantes
a su paso por el Valle del Valcarce de obligado tránsito para comerciantes
y peregrinos, tal como denuncia al Rey el obispo de la sede leonesa, Pelayo,
poniendo de manifiesto las escandalosas afrentas que se les hacían desde
el castillo de Auctares. Las extorsiones venían de antiguo. Nadie se
libraba ni del paso ni del pago, "incluidos los peregrinos y pauperi que desde
España, Italia, Francia y Alemania se dirigían a Santiago causa
orationis".
En la parte introductiva del documento -de autoría indubitada- constan
los abusos que venían ocurriendo en la calzada jacobea desde al menos
los tiempos de Alfonso V de León, lo que supone casi tanto como decir
desde el comienzo de las peregrinaciones masivas a Compostela. El lamento denuncia,
en latín medieval, suena así: "... depopulari et omnes transeuntes
occasione telonei, quod portaticum dicimus... et ex hoc magnus clamor ad Deum
ferebatur omnium transeuntium, et maxime peregrinorum et pauperum qui ad Sanctum
Jacobum causa oriationis proficiscebantur, et erat detestatio et maledictio
tanti criminis super inundans in terra nostra".
Elías Valiña, óptimo conocedor y vigilante desde su altozano
del místico El Cebreiro, dedicó una atención particular
a todo lo relativo al Valle del Valcarce y a los robos y maltratos que dirigían
los castellanos de Auctares. Decía don Elías de los poderes extraños,
elementos o entidades que siempre dominaron este forzado paso entre Castilla
y Galicia, de sus fortalezas siniestras entre las que el castillo de Auctares
se sale con el baldón de haber sido "guarida de bandoleros, asaltantes
de viandantes y peregrinos".
He traído a colación el castillo de Santa María de Auctares,
como ejemplo de poder ominoso: se desvalijaba a los peregrinos y estos se veían
condenados a proseguir su piadoso viaje como pobres de solemnidad. Presentarse
en Compostela (si es que llegaban), apaleados y con las manos vacías,
imposibilitados de hacer una ofrenda y regresar dos o tres mil kilómetros
sin una mala moneda en el zurrón, debió de ser algo muy doloroso;
más que una aventura para no pocos de los santiaguistas a quienes de
mil formas distintas se les robaba en la cosaria vía.
Pese a la rotundidad del documento liberador de peajes que hace todo un Alfonso
VI, con el clásico añadido final recordatorio de las penas de
Datán y Abirón, el mismo Elías Valiña nos sigue
informando de que en este valle encarcelado se continuó a lo largo de
los siglos cobrando cierto portazgo aprovechándose de ser paso forzoso
entre Castilla y Galicia.
El que en cualquier etapa del Camino los investidos de poder, manu militari
o los expertos en argucias varias, desde las más en apariencia sagradas,
hasta las más propias de falsos e indignos profesionales, desvalijasen
la bolsa de los peregrinos, como ya hemos dicho, era un riesgo sobradamente
documentado que añadía hasta un punto de temeridad a la piadosa
aventura.
El otro riesgo de contraer una enfermedad por las pésimas condiciones
higiénicas de no pocas alberguerías y más que dudoso estado
sanitario de los compañeros de peregrinación, con la tan forzada
como apretada pernocta, constituía un peligro real. No en vano, la impetración
de la salud del cuerpo era una de las motivaciones para hacer la gran romería
santiaguesa. La caterva de enfermos contagiosos, de la que quienes padecían
afecciones de la piel era el componente mayor, fue siempre muy elevada; hasta
el punto de que hay momentos en que casi es posible (y sin el casi) hacer el
camino francés de lazareto en lazareto.
El perecer por mano de bandoleros, por accidentes ocasionales o provocados,
envenenamiento, ahogamiento, frío o hambre entraba también, con
un monto nada despreciable en los riesgos y peligros de la peregrinación,
como así lo atestiguan infinidad de documentos. Sin riesgo no hay aventura,
y lo constatable es que en el Camino de Santiago el riesgo de perder la vida
en la empresa de llegar y volver de Compostela, fue algo frecuente que ha quedado
contrastado en libros-registro y documentos fehacientes.
No pocos fueron los peregrinos que no alcanzaron a ver el Monte del Gozo, o
aquellos a quienes el Señor a su largo regreso les premió los
méritos antes de divisar sus lugares de origen. En el Tumbillo de Concordias
del Archivo de la Catedral de Santiago se conserva copia del códice de
un decreto de Alfonso IX de León (1188-1230), considerado como "el primer
estatuto en el que un monarca aprueba diversas medidas específicamente
dictadas en el exclusivo beneficio de las peregrinaciones compostelanas", hablando
de la protección que merecen contra las insidias de los malos y los peligros
del camino, pero se preocupa también de asignar los bienes de los peregrinos
de Santiago que falleciesen sin testamento, por iguales partes, al Rey, al Huésped
y a la iglesia donde fuesen sepultados. Es de suponer que estos bienes tuvieran
cierta entidad, pues en el Concilio de Salamanca de 1228, el mismo Alfonso IX
a ruegos del legado pontificio Juan de Abbevile, transige en la modificación
de su decreto, aplicándose a la lucha contra los musulmanes de la frontera
las dos terceras partes de los bienes de los peregrinos de Santiago, de San
Salvador o de cualquier otro lugar del reino que falleciesen sin haber otorgado
testamento.
Entre los documentos que incluyen Vázquez de Parga, Lacarra y Uría,
en su conocido libro "Las peregrinaciones a Santiago de Compostela", vemos uno
de 13 diciembre de 1122, del Archivo de la Catedral de León, en el que
se recoge la "Donación de la iglesia del Santo Sepulcro, de León,
a la de Jerusalén del mismo título, por el capellán de
San Martín, de dicha ciudad, en nombre del obispo de la misma, expresándose
que éste la había construido para sepultura de los peregrinos
por mandato de la Reina Doña Urraca". Por las mismas fechas, el 20 de
julio de 1128: "El arzobispo de Compostela, Diego Gelmírez, de acuerdo
con los canónigos de su iglesia, dona al hospital de Santiago de dicha
ciudad, un terreno para construir una iglesia para sepultura de pobres y peregrinos".
En Roncesvalles los peregrinos tienen el privilegio de "que se entierran en
la circunferenzia del puesto en donde se enterraron los que murieron en la vatalla
que tuvo Carlomagno". Sin salirnos del siglo XII, en 1168, "Rodrigo, obispo
de Calahorra y Nájera, autoriza a Doña Isabel para construir un
oratorio y cementerio de peregrinos en el hospital que había levantado
en Azofra". Tal llegó a ser el número de santiaguistas que perecieron
en su empresa que se generalizó a lo largo del Camino la construcción
de cementerios a ellos reservados.
La disposición de los bienes de los peregrinos que fallecieron en la
estrada jacobea (y ahora nos estamos refiriendo a los que, pura y simplemente,
no les mataron) llena páginas de la investigación especializada.
La picaresca, el abuso, el latrocinio de estos bienes por parte del estamento
eclesiástico, civil y "mesoneril" fue una dolorosa realidad a la que
a muy duras penas pudo poner coto el poder regio, redoblando el celo y las penas
contra todos aquellos que extorsionaban a los peregrinos vivos o muertos.
En la historia del Camino se hicieron notar las expeditivas medidas de los Reyes
Católicos "contra algunos caballeros, escuderos y otras personas del
reino de Galicia que con poco temor de Dios atacaban, robaban, prendían,
mataban y herían a los peregrinos, por lo cual" - según denuncia
el Cabildo Compostelano - "los dichos peregrinos por themor et miedo de los
susodichos delinquentes ellos no osan yr a la dicha Santa Yglesia de Santiago".
Mas las amenazas y dictados regios solían durar poco menos que la vida
de sus autores. En la noticia de la Crónica de Pelayo de Oviedo (hacia
el 1132) sobre contribución del Rey Alfonso VI a la construcción
de los puentes del Camino de Santiago, el obispo Pelayo añora ya los
buenos tiempos de Alfonso VI: "tal fue la paz en los días que el reinó,
que una mujer que llevara oro o plata podía recorrer las tierras de España,
habitadas o deshabitadas, los montes y los campos de labor, sin que nadie la
tocase o la hiciese mal alguno".
La Iglesia, por su parte, redobló las excomuniones y penas que le eran
propias contra todos aquellos que causaran mal a los peregrinos; estos harto
hicieron para poder seguir caminando por debajo. El que la fe mueve montañas
se hizo realidad en el camino a Compostela; sin ella, la incertidumbre y sorpresas,
a menudo desagradables, de la etapa de cada día, no hubieran podido ser
superadas, y el Camino no habría existido.
Mas en el viaje de peregrinación ad finem Gallaeciae, no todos los peregrinos
iban con la misma credulidad ni intenciones. Así, para el peregrino que
va por su línea recta y al modo que recomendaba Alfonso X el Sabio; para
el que llega cansado, antes y ahora, las tentaciones de cualquier tipo, por
ejemplo las amorosas, no encontraban precisamente en el camino un lugar propicio;
no obstante para los alejados en su ventura e intención del "quasi
causa orationis", como con motivo suponía F.J. Sánchez Cantón,
los lances amorosos y las aventuras serían frecuentes en la asendereada
vía, pues el hábito de peregrino disfrazaba intenciones y ocultaba
desventuras.
La curiosidad femenina protagonizó más de un romance: el dulce
cancionero portugués de "la Vaticana" recogió alguno de ellos.
Y es que para quien en ello se empeñaba, el Camino podía ser un
carnaval andante y las máscaras el socorrido disfraz de peregrino.
El milagro más sonado de toda la calzada de romeraje, "el del ahorcado
descolgado", inserto ya en la segunda parte del Liber Sancti Jacobi,
recogido en el Dialogus Miraculorum de Cesáreo de Heisterbach,
en el Speculum historiale de Vicente de Beauvais, en la Leyenda Aúrea
de Jacobo de Voragin, por Alfonso X el Sabio en la Cantiga CLXXXV, en
romances portugueses, eslovenos, bávaros, italianos y de toda Europa,
cantado por juglares en salones de palacios y plazas de villorrios, como ocurrido
en lugares distintos en la vía de peregrinación, aunque el que
alcanzara más notoriedad y de acuerdo con investigaciones recientes mucha
más antigüedad de la que se suponía (llegamos a hablar del
siglo XIII, en contra de "hacia el 1400" que hasta hace solo cuatro décadas
se databa) fue el acaecido en Santo Domingo de la Calzada, que no deja de participar
de los tintes dramáticos de los que queríamos salir. Como se cuenta
en la etapa riojana, se ahorca injustamente a un doncel que se encaminaba a
Santiago en compañía de sus padres y que se resiste a las provocaciones
de una mozalbeta despechada, hija de un mesonero. En el milagro, el joven es
mantenido con vida en la horca por intercesión de la Virgen María
o de Santiago. En el desenlace final, a la moza cachonda se la ingresa en un
convento o, más frecuentemente, es ahorcada. A los mesoneros tampoco
les va bien. Le sobran razones a Vázquez de Parga para suponer el general
alborozo por el desenlace de esta aventura, dice, "la piadosa leyenda debía
ser grata a los peregrinos, pues en ella aparecía castigado un posadero,
enemigo natural de los romeros, y contenía además el elemento
dramático de la piedad filial sublimada hasta llegar al sacrificio de
su propia vida".
Para el oyente curioso, no familiarizado con el Camino, puedo anticiparle que,
al menos hasta ahora, éste se ve libre de romances. Llegan los hombres
y mujeres tan fatigados al final de las etapas que, pese a la obligada promiscuidad
de no pocos albergues, nadie suele andar con ganas de fiesta; con lo que dan
la razón a las viejas admoniciones y consejas que recibíamos de
curas y educadores los que somos de la Generación del Racionamiento para
mantenernos en estado de gracia y cumplir con el único mandamiento que
tanto les preocupaba.
RIESGO Y VENTURA SANTIAGUISTA EN EL CODEX CALIXTINUS
La gran guía espiritual y material de los jacobipetas medievales, el
célebre Codex Calixtinus contenía elementos sobrados para encender
la imaginación de cualquier creyente. Aún avisando con largueza
a los romeros de los peligros del camino, de las diversas tentaciones con que
se tropezarían, sin faltar la del "diablo envidioso y proveedor de vicios",
curas simoniacos, falsas reliquias y ejemplos estremecedores, desde el capítulo
primero se les consolaba: "Tened por la mayor alegría veros rodeados
por diversas tentaciones". En el capítulo siguiente, se deslumbra y encandila
a los que llegan a Compostela anunciándoles: "Son muchos los que dan
testimonio de haberle visto (a Santiago) en figura de apóstol mientras
velaban la víspera de su fiesta". Esta sola posibilidad era el summun
para el hombre medieval. No es fácil encontrar las palabras precisas
para describirlo. Y es que, aún en el supuesto de no ver a uno de los
Apóstoles preferidos del Señor, allí, en la gran basílica,
estaba su cuerpo entero; lo proclamaba con el mayor alborozo el Codex Calixtinus
que un santo Papa había escrito por inspiración divina: "allí
está entero el cuerpo del Apóstol, divinamente iluminado con paradisiacos
carbunclos, constantemente honrado con fragantes y divinos aromas y adornado
con refulgentes cirios celestiales y diligentemente festejado con presentes
angélicos". "Ruborícense los envidiosos trasmontanos, que dicen
poseer algo de él o reliquias suyas...".
Eran tiempos en los que el contacto, incluso la simple aproximación a
las reliquias, era ya un anticipo de la divinidad; la fe se palpaba. No había
otra meta que la celeste, y la peregrinación a Santiago era uno de los
caminos más prometedores y rápidos para alcanzarla. Por ello no
arredran al peregrino todos los riesgos que el mismo Codex le anticipa
va a encontrar en su marcha. La aventura final es doblemente satisfactoria:
"No tiene punto de comparación -dice- los sufrimientos con la gloria
venidera".
Además del pintoresquismo y maravillosismo que apuntaba el malogrado
maestro y amigo Millán Bravo, para la llamada "guía del peregrino
medieval", el Libro V del Codex, es de notar que también el resto
del Calixtino tiene un componente aventurero nada despreciable. La misma
carta-prólogo de su presentación, que se quiere atribuir al Papa
Calixto II, más parece un relato de aventuras: ladrones, cárceles,
naufragios, viajes, incendios. Sin resistirse a censurar, aunque de forma un
poco descolocada que solo puede justificar lo obsesivo del tema, "los delitos
de los malos hospederos que moran en el camino de mi Apóstol". Censura
que junto con la de una cáfila interminable de indignos profesionales,
"falsos banqueros", "negociantes farsantes", "engañadores", "extorsionadores"
y "ladrones de los peregrinos", se volverá a repetir con insistencia
rotunda y machacona en el Sermón Veneranda Dies dentro del Libro I
del Codex, sin olvidar una larguísima enumeración de penas
infernales para todos aquellos que hicieren mal a los peregrinos.
Para quienes siglos más tarde -el Codex es del XII- fuesen -como
de hecho fueron no pocos- en busca de ideales caballerescos el Codex Calixtinus
también presentaba a Santiago como un paladín de caballeros: soldado
de Cristo; era de hermosísima figura, de aspecto distinguido, alto de
estatura; atleta de Cristo, de hermosa figura corporal, vuelve a decir el Codex.
El pescador que posiblemente a lo largo de su vida solo cabalgó en modesta
barquichuela las aguas tranquilas del mar de Galilea, por interesado arte de
birlibirloque se ve metido en aventuras y empresas caballerescas por medio mundo
y acaba siendo, por obvias razones, patrón de la caballería.
REMEDIOS ESPIRITUALES Y MATERIALES CONTRA LAS ASECHANZAS Y PELIGROS
DEL CAMINO
Además de la propia aspereza del Camino, la muerte, el robo de mil formas
y las asechanzas de los investidos de poder de iure y de facto, acecharon, como
acabamos de decir, a los jacobitas desde siempre. Contra esta calamitosa realidad
que tanto entorpeció el ilusionado caminar de los romeros, estos buscaron
ayudas espirituales y materiales. La divinidad invocada de continuo, "Deus
adjuva nos"; santos camineros, ángeles custodios, manos piadosas,
que daban confianza y avivaban la pasión de los peregrinos para llegar
a su meta.
El gran maestro José Filgueira Valverde recordaba que "Andar y andar
es el trabajo del romero y ha de aliviarlo, como todo trabajo, según
el consejo agustiniano, con divinas canciones". Son cantos que propician la
agrupación de los peregrinos, que en cierto modo envalentonan y ofrecen
a los malvados la figura de un grupo unido y por ello menos vulnerable. Sin
olvidar, como solemos decir por estas tierras, que "el que canta sus males espanta".
Fue precisamente la frecuencia de robos y asaltos a los peregrinos, lo que aconsejó
que estos se agrupasen para hacer el viaje juntos. Y no solo se agrupaban personas
conocidas o de una misma parroquia, sino que existían localidades como
Aquisgran, San Martín de Tours, París, la Magdalena de Vézelay,
en Nôtre Dame de Puy, Cluny o Sainte Trophime de Arles que a su vez eran colectores
de grupos de jacobitas.
El bordón del peregrino, con su regatón acerado, se convertía
en un arma defensiva no solo contra los perros, tradicionales enemigos de los
viandantes, sino contra las personas de aviesas intenciones. Mas creo, con fundamente
del que tengo dejada sobrada noticia en otra parte, que debió ser el
vino el "remedio" más socorrido al que acudieron sin distinción
los jacobipetas para vencer temores y aliviar su dura marcha hasta el Finisterre.
Los goliardos en sus cantos de taberna habían reservado el último
vaso de vino, "tredecies pro iter agentibus", el trece por los itinerantes,
y dado fe de que todo el mundo bebía.
Alain Huetz de Lemps, en su gran trabajo sobre el viñedo en el noroeste
de España, deja constancia documental de que la viña se cultivaba
casi por todas partes hasta más de mil metros de altitud. En un sitio
tan poco propicio como Burgos capital - 860 m de altitud- el cartógrafo
árabe Mohamed el Edrisi, dice que Burgos posee muchas viñas. La
gran finca aledaña al Hospital del Rey y que aún sigue llamándose
El Parral, abasteció durante siglos las necesidades vinícolas
de los romeros, que no solían poner muchas objeciones a los pésimos
caldos de estos emparrados, aunque solo fuere de por aquello de "a caballo regalado...".
Pienso, y así debieron pensarlo y sentirlo los romeros de toda Europa,
que el buen vino es como un buen camino. Santiago, primo hermano del Señor,
había compartido con Él el pan y el vino: el de la Última
Cena, todo un mandado de divina fraternidad, debió quedárseles
en lo más profundo del regusto como una ensoñación y anticipo
de promesas celestiales.
En el mismo Codex Calixtinus, las observaciones y advertencias sobre
la consumición del vino por los romeros llegan a ser obsesivas.
Nada de extraño tiene, que alguien haya rebautizado el librito del piadoso
monje servita que peregrina a Santiago a fines del XV, Hermann König von Bach,
como la "Guía del buen bebedor", por las atinadas referencias que hace
de continuo a los lugares donde puede encontrarse vino: sí de limosna
o por precio, e incluso alguna advertencia sobre su consumo. El dato no es aislado;
en el Itinerario de la peregrinación a Compostela que hizo Jean Pierre
Racq, de Bruges (Francia), tres siglos más tarde, en 1790, en la descripción
de regreso, desde Santiago a Lyon, con referencias muy escuetas de casi solo
las distancias, no tiene inconveniente en reflejar la caridad que hacen en el
Hospital de Molinaseca, "pain et vin, un petre vous donnera à chacun des coups
a boire". El dato era importante y por eso se reseña.
Aquí no hay tiempo para más, solo para dejar testimonio de que
el invento del patriarca Noé fue el lenitivo más usado por los
romeros en sus caminatas a la Jerusalén de occidente, y el que suavizó
e hizo que los acontecimientos desventurados no acibarasen la copa de su existencia
de "homines viatores".
FALSAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD COMO MENDIGOS PROFESIONALES-PEREGRINOS
Al lado de la riada de peregrinos pobres de solemnidad, evangélicos
u ocasionales, más o menos alejados de la "causa devotionis",
que van matando el hambre por la estrada jacobea, llena la picaresca del Camino
de Santiago la figura del "auténtico" falso peregrino, explotador de
la piedad cristiana, fingiendo males para más mover a compasión.
Esta fauna de granujas, común a todas las rutas de peregrinación
es tempranamente anatematizada en el celebérrimo Sermón
Veneranda Dies, inserto en el Libro I del Codex Calixtinus,
y se mantiene con toda su desvergonzada lozanía. Yo mismo he llegado
a conocer en más de una romería famosa a los mismos personajes
de hace más de ocho siglos. Mas veamos como se les describe y condena
en el Sermón:
"El día venerando de la festividad de Santiago Apóstol ¿Qué decir de algunos hipócritas que, so pretexto de enfermedad se sientan en el camino de Santiago o en el de otro santo cualquiera, estando sanos, y se muestran a los transeúntes? No lo sé. Unos, pues, muestran a los transeúntes sus piernas o sus brazos, ora teñidos con sangre de liebre, o escoriados con ceniza de la corteza del álamo blanco, en apariencia con gran dolor, por motivos de avaricia para poderles arrancar la limosna. Otros tiñen sus labios o sus mejillas de color negro, otros que traen palmas y capas de Jerusalén y pintan su cara y sus manos con unas bayas de los bosques que los franceses llaman lotuesas para tener la apariencia de enfermos; otros se fingen sordos, o mudos, otros tiñen un brazo o un pie que se le han cortado en alguna otra ocasión por algún robo, con sangre de animal para aparentar como si lo hubieran perdido por enfermedad, y lo muestran a los peregrinos. Otros, a quienes les han sacado los ojos por pena de hurto, se sientan junto al camino y se presentan como si hubieran perdido los ojos por alguna enfermedad. Otros muestran un pie, o una mano dislocados, secos o rígidos, aunque no lo estén; otros, se presentan a los transeúntes abultando el vientre como un pellejo, o como el de un buey, para obtener dinero. Otros, como algunos cojos, a pesar de que podía caminar derechos con sus cayadas, dejando stas con las rodillas encorvadas, sosteniendo almohadillas en las manos, aparecen encogidos hacia tierra y en lugares solitarios de los caminos piden limosna. Estos están tan llenos de orgullo que no quieren aceptar pan, o una limosna pequeña, sino monedas, paños o cera. Sin embargo, el que les da una limosna por el amor de Dios, o del Apóstol, sin duda recibirá su recompensa. A esos mendigos no se ha de privar de las limosnas, ni se han de despreciar, sino que hay que corregirlos de su viciosa codicia por medio de la palabra de Dios. No elijas – dice San Isidoro – al que ha de ser objeto de tu misericordia. Da a todo el que te pide. Ignora por quien agradarás más a Dios. Cuando vas a la basílica de Santiago, o de cualquier otro santo no les eches en cara la limosna que les dieres, pero cuando regreses, corrígelos diligentemente. Puesto que como dice Santiago: ‘El que hiciere que un pecador se convierta de su mala vida, salvará su alma de la muerte y borrará la multitud de sus pecados’."
En la plática que acabamos de oír, está dicho o
inventado todo. Se les conoce, se les desenmascara y se pide para ellos
una compasión de corte evangélico, al tomarlos, por encima
de cualquier otra consideración, como pecadores contra el olvidado
décimo mandamiento.
El
legislador siempre fue menos compasivo y fácil a los engaños;
desde el mismo Fuero Real a la Novísima Recopilación ya
se encuentran repetidas prevenciones contra la mendicidad y precisamente
contra la ejercida con malas artes y mistificaciones en el camino santiagués.
En las constituciones que rigen el funcionamiento de las diversas instituciones
hospitalarias de la estrada santiaguista a lo largo de Europa, y en toda
la literatura de los tiempos de la novela picaresca en España,
se contienen infinidad de noticias sobre estos falsos mendigos peregrinos
(puede verse el libro del autor "Pícaros y picaresca en el
Camino de Santiago", Librería Berceo, Burgos, en el que partiendo
del hecho de que "el sueño de un pícaro lo hace realidad
el camino francés", se contiene una curiosa y documentada información
sobre esta materia).
Un hombre tan conocedor de la época de Felipe II, como Cristobal
Pérez de Herrera "protomédico de las galeras de España",
y autor del famoso discurso dirigido al Rey Prudente sobre "Amparo de
pobres", demuestra ser un experto en los engaños de los pícaros
del camino de Santiago, sobre todo de franceses y alemanes, de los que
dice "haber muchos que con poco temor de Dios movidos de esta ociosa y
mala vida, pudiendo trabajar en otras cosas se han llagas fingidas, comen
cosas que les hacen daño a la salud para andar descoloridos y mover
a la piedad, fingiendo otras mil invenciones para este efecto, y haciéndose
mudos y ciegos no lo siéndolo".
Estos profesionales de la mendicidad, encubiertos bajo el tosco sayal
de peregrinos o exhibiendo llagas y mutilaciones, y los que como hipócritas
penitentes se lanzan a la peregrinación desnuda, "andando a la
cordobanera", que Cobarrubias define: "Andar en cueros es una de las flores
que traen algunos bellacos que se hacen pobres, los cuales en medio del
invierno se salen desnudos por las calles habiendo forrado primero el
estómago con muchos ajos crudos y vino puro", obtenían unos
muy saneados ingresos con su industria; sabían aprovecharse de
la piedad ajena removiéndola con engaños llamativos; eran
unos actores consumados, maestros en el maquillaje de infortunios, sangre
y llagas, y cuando su lesión era real, no resulta infrecuente que
lo hubiera sido por intervención de la justicia como nos recuerda
el Codex, o por una lesión o mutilación intencionada, ya
sea hecha por el propio mendigo o por un pariente próximo, con
preferencia los padres, en cuyo caso se lamentaba una desgracia desde
el nacimiento o se aducía algún hecho heroico justificativo
de la mutilación.
Lo cierto es que con sus mañas y gritos lastimeros (pedir a gritos
era costumbre entre ellos) a la vera de todas las sendas de peregrinación,
logran conmover los ánimos y aflojar las bolsas de los que por
allí pasan. Como buenos pícaros conocen mejor que nadie
las costumbres, momento oportuno y psicología de la época:
"la elegancia social de la limosna", muy en boga entre los poderosos y
entre los que fingían serlo, de lo que saben obtener pingües
beneficios.
Y muchos, falsos santiaguistas o verdaderos, acaban regresando, pero el
romero ilusionado, que vino incluso desde lo alto de Europa, que partió
con todo un ceremonial y bendiciones sin cuento, al que sale a despedir
la iglesia, tras haber cantado el salmo Qui confidunt in Domino,
y el pueblo, a quien vimos radiante de emoción volver la cara en
la primera revuelta del camino para decir adios, levantando el bordón,
a los familiares y amigos que le han acompañado hasta las afueras
de la villa, poco tiene que ver con el hombre harapiento y cansado, hecho
casi siempre un "ecce homo" que regresa a su casa, en ocasiones
un año después de su partida. Hay quien vuelve más
humilde. Pero casi todos cargados de conchas, y la expresión familiar
"tener muchas conchas" aún se recoge en el diccionario como
expresión metafórica con la que se da a entender que una
persona es muy reservada, disimulada y astuta. Parece como si todos hubiesen
tenido en cuenta el consejo muchos años más tarde de Chesterton,
"la aventura podrá ser loca, pero el aventurero debe ser cuerdo".
Pablo Arribas Briones